Fernando Rodríguez | febrero 7, 2021 Talcual Digital.
La demolición de la cultura nacional es una de las más logradas barbaridades de la dictadura que nos aplasta. La cultura de masas ha sido acaparada y censurada por los organismos ad hoc del gobierno y, por ejemplo, la televisión ha llegado a niveles de monotonía, sectarismo ciego y pobreza creativa que su rating anda por los suelos. Y no hablemos de los atropellos a toda forma informativa, un país reducido a algunos valientes y asediados portales, siempre a la espera del garrote vil de los censores.
No hay para que seguir este rosario de ignominias, baste ver los ministros de Educación Superior y Cultura, extraños al medio y a cualquier conocimiento de tan sutiles asuntos. Un gobierno de botas y charreteras —y sus émulos civiles— no puede tener vínculos con los más elaborados productos de la razón y el espíritu. Baste oír un cuarto de hora de Maduro encadenado para saber que Mozart o Kant o Ramos Sucre son quimeras inútiles de algunos venezolanos extraviados en predios devastados.
Incluso se ha enterrado la alta cultura que, no pocas veces, los despotismos similares suelen darle un margen mayor de oxígeno para lavarse el rostro. Baste señalar la demolición de las universidades públicas para caer en cuenta de lo implacable e intencional de esta sistemática destrucción de todo lo que implica saber y creación, lo cual es extensible a la educación toda. En este caso, con incalculables daños al desarrollo del país, imposible sin cuadros de alta formación en un mundo en que la inteligencia educada se considera el bien más preciado, la sociedad de la información.
Todo esto ya ha sido muchas veces dicho, es además flagrante. Lo que sí hay de novedoso es que ahora se pretende apuntar con el chopo a los estudios humanísticos y de Ciencias Sociales cuyo pecado es que no producen harina PAN o baterías para automóviles sino idealidades inútiles y costosas, tales como filosofemas, estudios sobre literatura y pintura, juicios históricos o reflexiones sobre la estructura societaria o las penumbras del inconsciente, entre otras muchas cosas.
Pues bien, si algo yo he encontrado en la lectura de algunos pensadores actuales, aclamados universalmente, es la afirmación de que, si bien atravesamos una huracanada revolución tecnológica y, mal que bien algo, muy poco, habíamos mejorado en cuanto a la pobreza planetaria —habrá que esperar el balance aterrador de la pandemia— ya no tenemos ideas que puedan conducirnos a algún puerto deseable. Ni ideas o ideologías, ni líderes, ni brújula, ni destino.
Se murió el comunismo y el liberalismo ha llegado a una insulsa sociedad del placer y un individualismo inédito, conflictiva, irracional (sin verdad), arrastrada por la revolución de la neurociencia y la inteligencia artificial quién sabe a cuáles ignotos parajes. Amenazada de muerte por el cambio climático.
Esto bastaría para caer en cuenta de que son, en esas disciplinas sobre lo humano, donde deberíamos poder encontrar las nuevas claves que nos permitan reinventar, a partir de luchar contra la ceguera que nos pierde, paraísos reales y hasta artificiales hacia dónde dirigirnos.
Nuestras grandes incógnitas son precisamente humanísticas y en estos países periféricos, y arruinados en nuestro caso, es tan importante la producción y el PIB como la amplitud y la riqueza espiritual y educativa de sus pobladores. Esa que tan difícilmente sobrevive en la confusión mental, la ignorancia y la falta de ética —se puede ser hoy socialista y mañana neoliberal— se puede ser cualquier cosa en realidad mientras se pueda acceder al dinero y el poder. Una sociedad sin pensar e imaginar será siempre un contradictorio y frágil corral de la especie. Nada menos que eso es lo que está en juego en sostener la ilustración en toda su amplitud.
Fernando Rodríguez es Filósofo y fue Director de la Escuela de Filosofía de la UCV.