Gustavo Roosen – El Nacional – October 19, 2020
Subastar los bienes del Estado para subsistir y mantenerse en el poder. ¿Podría ser esta la fórmula cuando un modelo político-económico condenado al fracaso ha reducido un país al atraso y la pobreza?
Para recordar solo un caso cercano en el tiempo, y solo por comparación con el presente, podría mencionarse el de Rusia a partir del desmembramiento de la Unión Soviética y más particularmente del gobierno de Yeltsin, cuyo ascenso a la presidencia marcó la alianza entre políticos y oligarcas en los años noventa. Fue entonces cuando comenzó la simbiosis entre oligarquía y poder político que, ahora con otros matices, se mantiene en la Rusia de Putin.
Los préstamos ofrecidos entonces por los siete hombres de negocios más influyentes de Rusia para calmar el malestar social serían cancelados con acciones de las empresas propiedad del Estado. Con su influencia económica, esos nuevos ricos comenzarían a ocupar papel importante en la política rusa. Ese poder impondría la candidatura de Vladimir Putin, el entonces preferido del poderoso oligarca Boris Berezovski.
Putin no continuó con las reformas de Yeltsin. Desplazó de la política a algunos de los antiguos oligarcas y los reemplazó por sus propios amigos. Con Putin se establecería un nuevo género de oligarcas, ya no necesariamente grandes hombres de negocios sino funcionarios enclavados por la empresa privada en las empresas estatales. “Es más fácil para el presidente gobernar el país dando órdenes a los funcionarios que negociar con los empresarios, aunque estos se muestren fieles al gobierno” escribiría en 2013 la politóloga rusa Isabela Barlinska. La oligarquía y Putin evolucionaron en una simbiosis perfecta: el régimen facilita y asegura suculentos negocios y la clase empresarial -la nueva casta rusa-apoya al presidente.
Enfrentado originalmente a la oligarquía cercana a Yeltsin, Putin creó la suya propia e integró en ella a miembros de los servicios de inteligencia para dotarse de un círculo de hombres fuertes y leales. Los nuevos propietarios eran miembros de la antigua nomenclatura comunista que perdieron poder como comunistas pero lo ganaron como oligarcas. Cuanto más importante era la empresa, mayor era la probabilidad de que un ministro ocupara un puesto en su consejo de administración. De los 210 nombres de la “lista Putin”, incluidos en la “Ley para frenar a los adversarios de Estados Unidos a través de sanciones” firmada por Trump, 114 son de miembros del gobierno ruso o vinculados a él, y el resto, oligarcas con estrechos lazos con el Kremlin.
¿Qué puede pasar en un país mal administrado, empobrecido, endeudado, dislocado por un modelo estatista? Pueden pasar muchas cosas, previsibles unas, sorprendentes otras. Inventarse, por ejemplo, una ley que apela al antibloqueo pero que es, de verdad, antitransparencia, antirendición de cuentas, anticontroles. Una ley para la subasta del país, que justifica o autoriza la venta al mejor postor de los activos de la nación, una “monumental operación de expoliación nacional para blanquear capitales extranjeros y los de los carteles de las drogas” como dice el comunicado de un grupo de líderes políticos venezolanos. Una ley, además, que bloquea la información y consagra el secretismo y la complicidad. Una ley, en fin, que con la oferta de salvar el presente termina comprometiendo gravemente la seguridad de las nuevas generaciones.
Los juristas anotarán ilegalidad, inconstitucionalidad, nulidad, concentración de poderes, arbitrariedad, control de la comunicación, saqueo disfrazado de impulso a la inversión. Más allá de las sustanciales consideraciones legales y políticas expuestas por importantes voces de la oposición y de las observaciones de personas vinculadas al chavismo, algunas incluso en algún momento en funciones de gobierno, no hay duda de que la nueva incalificable ley apunta a la instauración de una nueva oligarquía hecha a la medida, apoyada en el poder político y simultáneamente baluarte para su consolidación. Y todo, sin aceptar responsabilidad alguna en la generación del desastre, sin acto de contrición, sin reconocimiento del fracaso. Apenas con un gesto grandilocuente de fingido patriotismo.