Fernando Mires
Para ir directo al grano: la división de la oposición venezolana – la que causa inquietud en las almas tiernas de los que creen que la unidad es un valor un sí y no un medio para conseguir un objetivo – no es un hecho reciente. Tampoco tiene que ver con las palabras de Henrique Capriles (02.09) las que justamente apuntan a superar a la división, levantando una política en un espacio donde estaba a punto de desaparecer. Ese es el hecho objetivo.
Entonces hay que decirlo hasta que se entienda: la política no se basa ni en la unidad ni en la armonía, tampoco en la hermandad y en el consenso. La política emerge donde nacen surcos. La política es la polis dividida, confrontada consigo, el lugar donde los ciudadanos debaten, la arena movediza donde yacen ideales e intereses, pasiones, deseos, reclamos, e incluso ilusiones. Tener miedo a las divisiones en la política es tener miedo a la política.
Dejando de lado algunos rodeos retóricos – quizás necesarios, no lo sé – del discurso de Capriles, lo cierto es que su exposición dejó claro lo que muchos no quieren aceptar. La oposición venezolana, como todas las oposiciones en cualquier lugar del mundo, no es una entidad singular sino plural. Y en esa pluralidad podemos reconocer dos grandes campos emergentes ante al desafío que demandan las elecciones parlamentarias que presumiblemente tendrán lugar el 6D del 2020. Un campo abstencionista (unos dirán que no lo son pero igual no votan) y un campo electoral. Sin embargo, esa es solo la superficie de la división, no la división en sí.
Hablamos de una división más profunda, una que tiene que ver con la tradición histórica latinoamericana y con dos culturas políticas: La primera, heredera del orden patrimonial decimónónico que concede primacía al líder iluminado (representación del patronazgo agrarista en la escena política) y que ve en las grandes masas solo un coro de voces vitoreantes. La segunda: la que busca unir la política con lo social.
En la reciente historia venezolana, ambas culturas han sido personificadas en dos actores. Uno es Leopoldo López (la señora MCM solo representa una variante más extrema de la extremista de López). El otro es Henrique Capriles. A su vez, ambos nombres personifican un conflicto hegemónico cuya resolución será decisiva para el futuro de Venezuela.
López, evidentemente, es el autor de la triada (conocida también como “el mantra”) que presentara su emisario en esa catarsis pública que tuvo lugar el 23.01.2019. Las fases de esa triada son conocidas: fin de la usurpación, gobierno de transición, elecciones. Capriles por su parte, es representante de los llamados cuatro puntos cardinales de la oposición: democrática, constitucional, pacífica y electoral.
Entre la triada de López y los cuatro puntos cardinales de Capriles hay un mundo de diferencias. Mientras la triada es un plan basado en acontecimientos situados más allá de la realidad (meta-políticos) los cuatro puntos cardinales constituyen una guía cuyo objetivo es orientar la acción en la medida en que, de acuerdo a las contingencias de la práctica, son abiertos los caminos de la política. En términos más escuetos: mientras la triada es futurista, los cuatro puntos cardinales son presentistas. Y bien, en este momento estamos asistiendo al rotundo fracaso histórico de la triada. Y ese fracaso no lo inventó Capriles.
Visto el tema desde una perspectiva histórica, el fracaso de la triada ha sido la suma y la síntesis de una serie de fracasos que han marcado el curso de la oposición desde los tiempos de Chávez. Sus signos ya estaban presentes en la línea insurreccional del 2002, más evidentes en el fatal llamado a la abstención del 2005, en la Salida del 2014, en la segunda fase de lo movimientos callejeros del 2017, en la abstención en la elecciones presidenciales del 2018.
Durante el periodo reciente, al que desde ya podríamos denominar como “fin de la era Guaidó”, ese fracaso ya crónico se expresaría en el intento de convertir el corredor humanitario en una vía insurreccional (23.02.2019), en el golpe de la autopista del ominoso 30A, en el chapucero “macutazo” de mayo del 2020. Con la arrogancia de los antiguos dueños de la tierra (los señores del Valle) los autores de tantos fracasos, actuando bajo el supuesto de que ellos son amos de la política, no se tomaron ni siquiera la molestia de informar sobre esos hechos. ¿Y algo parecido a una autocrítica? Ni hablar.
Y a todos los fracasos mencionados hay que sumar el escándalo de delegar iniciativa y conducción a personeros del gobierno de Trump. No solo ignoraron la línea internacional de ese gobierno (su doctrina) cuyo punto principal es no intervenir en asuntos externos que no reporten a EE UU ganancias económicas o geopolíticas. Además, eso es lo peor, desnacionalizaron la política hasta el punto de transformarla en la caricatura que había hecho Chávez: pitiyanquis. De este modo condenaron a la ciudadanía a convertirse en simple espectadora de conspiraciones golpistas o invasionistas.
La política bajo el nombre Guaidó dejó de ser cosa pública para llegar a ser iniciativa de grupos selectos y reducidos: Una especie de neo-leninismo, pero no de izquierda.
Sabido es que toda dictadura o gobierno autoritario (no entraremos en esa discusión nominalista) posee lados fuertes y débiles. El lado más fuerte del gobierno es el militar. El lado más débil es el político. Con la oposición ocurre exactamente al revés. Pues bien, el representante de López dirigió la lucha hacia el lado fuerte del gobierno llamando a poner fin a la usurpación pero sin tener con qué. Y al no tener con qué, se vio en la obligación de apelar a fuerzas externas para que realizaran el trabajo que las internas no podían realizar. O sea, Guaidó no solo no tenía “con qué”, tampoco sabía “como”. El resultado no podía hacerse esperar:
Bajo el interinato virtual ha tenido lugar una despolitización radical de la oposición. López-Guaidó con objetivos sin ruta, terminarían llevando a la oposición al vacío. Vacío de política y política de vacío que terminarían reflejándose en las frases también vacías del desafortunado Guaidó. En el mejor de los casos, Guaidó representaba una estrategia militar sin ejército. Una locura. Una aventura más en el largo prontuario aventurero de Leopoldo López, verdadero conductor de la oposición venezolana, incluyendo a esa parte de AD dirigida por Ramos Allup, convertida en retaguardia de una vanguardia extremista.
Que nadie venga entonces a contar historias. Capriles no apareció para quebrar la oposición, como titula el ultraderechista Panamampapers. Cuando intervino, la oposición no solo estaba quebrada, estaba a punto de caer en un estado de desintegración total. Lo que ha emprendido Capriles es más bien una tarea de salvación: rescatar del naufragio a partes de esa oposición desintegrada. Su proyecto – eso quedó muy claro en su intervención del 2 S – es unitario. Para decirlo en términos más políticos, Capriles representa un proyecto de recambio hegemónico al interior de la oposición.
Ese proyecto pasa necesariamente por abandonar el mantra meta-político del interinato para sustituirlo por los cuatro puntos cardinales que nunca debió haber abandonado la oposición. Democrática, porque caben todos. Pacífica, porque carece de ejércitos. Constitucional, porque lo contrario es la anti-constitucionaliadad (y el mantra es anti-constitucional) Y electoral, porque desde el 2007 cuando la oposición hizo suya la Constitución (chavista) vigente, todas las derrotas que ha obtenido el chavismo han sido electorales.
No viene al caso discutir si Capriles intervino demasiado tarde. Puede ser que, como el político que es, haya escogido su momento. Es su derecho y su libertad. Lo importante es que intervino cuando el hundimiento de la oposición es inapelable. Cuando no hay más alternativa que salvar a la política antes de que se convierta en un desierto como sucedió en Cuba. Capriles representa, se quiera o no, un intento por salvar a la oposición y con ello a la política. Lo dijo el mismo en su larga elocución. Hay que evitar, por lo menos que, como todo régimen sin oposición, el de Maduro se convierta en totalitario. Hay por lo mismo que restaurar la política como medio de comunicación colectiva.
Y rehabilitar la política significa recorrer los cuatro terrenos que la componen: el del diálogo, el de la calle, el de las redes y -no por último – el de las elecciones.
El terreno del diálogo: Capriles fue al diálogo. El diálogo, bajo la forma de armisticio, pertenece a la guerra. Bajo la forma de negociación, pertenece a la política. Al hacerlo no traicionó a la línea de la oposición por la sencilla razón de que esa oposición carece de línea. Nadie puede traicionar lo que no existe. Algunos seres humanos, no todos, se encuentran gracias a esa negociación, en libertad. Como en toda negociación Capriles decidió participar en el proceso electoral, algo que ya había dado a entender tiempo atrás en diversas intervenciones públicas. En ese sentido Capriles se hizo parte de una tendencia política creciente en el seno de la oposición, escuchó con atención las recomendaciones de personas con experiencias en procesos similares, entre ellos Ricardo Lagos, Fernando Enrique Cardoso, Abraham Löwenthal y, no hay que olvidar nunca, los obispos venezolanos.
¿Que a cambio de la participación electoral Maduro será menos presionado desde el exterior? La verdad es que nunca lo ha sido realmente, y si lo fuera, todo el mundo sabe que las presiones externas sin actores internos no conducen a ninguna parte. ¿Que lava la cara a Maduro? Mucho más la lavan quienes al no acudir a los comicios pensaban regalarle la AN sin que se molestara siquiera en cometer fraude. Y lo peor, lo horriblemente peor, es que después de la elección no tenían ningún plan. Ni A ni B ni C.
El terreno de la calle: es el contrapunto del diálogo. Una política con diálogo y sin calle es conspiración. Una con calle y sin diálogo, es solo catarsis. Lamentablemente la pandemia limitará las posibilidades de acción callejera. Pero siempre será posible hacer rayados, convocar grupos reducidos, distribuir volantes.
El terreno de las redes: sin mucha calle, las redes serán calles virtuales. Y como ciertas calles, muy peligrosas. Sabemos que a las redes concurren multitudes de delincuentes, malhechores que te asaltan, grupos de asalariados mediales, noticias falsas. Con todo eso hay que contar. Pero como son redes, existe también la posibilidad de tejer hilos, establecer comunicaciones, desactivar malos argumentos, enviar mensajes y anuncios. No están los tiempos para ponerse exquisitos.
El terreno electoral: es el más importante. La oposición venezolana, lo ha demostrado, no conoce otros medios de lucha que no sean los electorales. Sin elecciones es nada. Sin elecciones la oposición se estanca y se pudre. No aparecen recambios generacionales, ni nuevos activistas, ni revelaciones mediales. Las elecciones, lo hemos dicho otras veces, no solo son un medio para alcanzar el poder. Son un fin en sí. Los propios partidos de oposición pueden medirse, corregirse, replantear sus líneas, conquistar nuevas adhesiones. Las elecciones son la sal de la política.
Probablemente habrá fraudes. Pero también habrá lucha contra el fraude. Pues, como han demostrado las oposiciones en tantos países dominados por autocracias, desde Bolivia a Bielorrusia, el fraude solo puede ser denunciado cuando se participa. Sin participación no hay fraude. La relación entre fraude y elección es dialéctica. Así la entendió Capriles cuando dijo: la pelea es peleando.
Naturalmente, no será fácil. En las condiciones vigentes, las posibilidades de no vencer son mayores que las de vencer, sería triunfalismo negarlo. Las heridas causadas por la política abstencionista no cerrarán fácilmente. En la ciudadanía ha sido desatado un odio a la política y a los políticos, ante la complacencia de Maduro. Las elecciones fueron tan desacreditadas por la dirigencia opositora que hasta el verbo votar es pronunciado con temor. El mismo Capriles dijo: no se trata de votar o no votar sino de luchar o no luchar. La frase correcta debería ser: se trata de luchar para votar y de votar para luchar. Voto y lucha no son dos entidades separadas.
El pueblo venezolano ha perdido su voluntad de voto. Costará mucho tiempo recuperarla. Aunque sea para eso y no más, acudir a las elecciones será necesario. Hay que devolver a la ciudadanía la alegría del voto. Ese goce que te otorga el hecho de depositar un papel en la urna conteniendo tu decisión, la tuya y la de nadie más. Aunque pienses que ese voto será robado, tú no te has restado a tu derecho: el que te corresponde por el solo hecho de haber nacido en un país.
El voto es el sacramento de la política.