En Venezuela está naciendo una rebelión democratica
Fernando Mires.
8 de Mayo
Con la sensibilidad que tienen los grandes escritores, algunas veces los analistas, y casi nunca los políticos, al escribir un artículo bajo el título “La larga muerte del chavismo”, detectó Mario Vargas Llosa el momento por el cual atraviesa Venezuela. Como sucede con las bestias, aduce Vargas Llosa, la agonía de un régimen se caracteriza por agresiones furiosas. Son las que precisamente ha venido mostrando Nicolás Maduro desde que asumió su impugnada presidencia.
En cualquier país cuando un gobierno es elegido con magra mayoría, éste busca asegurar su estabilidad abriéndose al dialogo. Pero el gobierno de Maduro no es normal. La propia autodefinición del régimen como revolucionario lleva al presidente ungido a concebir la política como una suerte de “estado de excepción en permanencia”. Gobernar, en ese marco, es secundario: lo principal es la conquista o por lo menos, la conservación del poder. Pero aún así. Si como demócrata Maduro ha mostrado deficiencias, como revolucionario es simplemente una catástrofe.
Todos los grandes revolucionarios antes de lanzar una ofensiva, acumulan fuerzas, conquistan a la mayoría, aseguran su legitimidad, y solo después, asaltan el poder. Así ocurrió con Lenin (“un paso atrás dos pasos adelante”) Mao y el mismo Castro.
Maduro en cambio, con destacamentos políticos diezmados, sin legitimación y sobre todo, sin ideas, ha lanzado una ofensiva final intentando realizar con la fuerza lo que no pudo alcanzar con votos. Razón de más para pensar que lo que está buscando no es una revolución sino algo distinto. Digámoslo abiertamente: todo parece indicar que Maduro se encamina a crear condiciones para un lento golpe de Estado cuyo objetivo es asegurar su permanencia y la de su grupo en el poder. Esa es la razón por la cual el gobierno de Maduro da muestras de prematura descomposición. Nació descompuesto y por lo mismo utiliza un lenguaje descompuesto.
No me refiero a la incongruencia sintáxica, ni a la mitomanía necrológica, ni siquiera a la indecencia verbal heredada del presidente que murió. Es que el hombre no habla, simplemente vocifera. Y por si fuera poco, mintiendo y mintiendo da muestras de incontenible pánico. Todos los días alguien lo quiere asesinar, ve complots hasta debajo de su cama y por supuesto, nunca entrega prueba de nada. ¿Paranoia? ¿O hay detrás un cálculo orientado a destruir la vida política y reemplazarla por una sociedad en estado de sitio? Hay indicios.
Diosdado, “hermano menor” de Maduro, ya intentó al menos destruir a la Asamblea Nacional, es decir, dar un golpe de Estado dentro del Estado.
Muy cuartelero será Cabello, pero seguramente sabe que impedir hablar a la oposición en un parlamento es lo mismo que impedir a los fieles rezar en una iglesia. Y pese a ser un dechado de la antipolítica, Cabello también debe saber que el parlamento no es el lugar para que los salvajes den curso libre a sus instintos.
Del mismo modo, muy demagogo será Maduro, pero cuando llama al “parlamento de calle” debe saber que desde los romanos, en toda nación civilizada la calle ha sido el lugar del tránsito, del mercado, de las demostraciones y del paseo, pero no del parlamento que es el lugar donde nacen las leyes. También debe saber, al arrastrar a los militares a las calles bajo pretexto de combatir la delincuencia, que sólo en los países que han sufrido golpes de Estado las calles se llenan de militares asumiendo tareas que deben ser asignadas a la policía.
La verdad, si uno analiza lo que sucede en la Venezuela de Maduro, lo ocurrido en la Honduras de Zelaya y en el Paraguay de Lugo, fueron tímidos “golpecitos”. La gran diferencia es que mientras en estos dos últimos casos el parlamento terminó “golpeando” al gobierno, en el caso Maduro, el gobierno comenzó “golpeando” al parlamento.
En el contexto mencionado Vargas Llosa piensa que el chavismo ha llegado a su momento terminal. Cierto o no, hay que coincidir en que el chavismo, como toda unidad orgánica, está sujeto a un proceso de desarrollo que avanza desde su nacimiento a su fin. Ahora, en el curso de ese proceso, el chavismo ha recorrido ya por lo menos tres fases. Así, podemos hablar del chavismo como movimiento social, del chavismo como ejercicio autocrático de gobierno y del chavismo como Estado.
De acuerdo a la primera fase, Chávez llegó al gobierno como líder de un enorme movimiento social con fuerte presencia de sectores subalternos no representados simbólicamente es las esferas del poder.
En su segunda fase, convertido el chavismo en gobierno, tuvo lugar vía misiones y concejos comunales una estatización paulatina del movimiento social originario. Preocupación central de Chávez fue mantener vivo el vínculo entre la instancia movimientista con la estatal. El mismo Chávez actuaba como líder social y como representación del Estado al mismo tiempo. Bajo esas condiciones su figura adquirió una autonomía casi absoluta.
Mas todavía. Si Chávez frente a la nación actuaba como autócrata, al interior del chavismo fue un dictador. La palabra de Chávez, por más disparatada que hubiera sido era, quizás todavía es, para el PSUV, la Ley. Chávez estaba según sus seguidores no en contra sino por sobre la Ley.
En una tercera fase, y en el marco determinado por la anomalía política descrita, los seguidores inmediatos del líder lograron constituir una cúpula desde la cual tejieron una larga relación de poderes verticalizados, todos convergentes con la cima estatal donde actuaba el caudillo. Nació así una suerte de “nomenklatura” a la venezolana, oligarquía estatal que se prolongó hasta en los rincones más lejanos del territorio.
El poder del chavismo llegó así a ser social, económico, político y militar. Social, porque mantenía atadas al Estado las organizaciones sociales creadas por el propio régimen. Económico, porque mediante el control de la renta petrolera el gobierno se convirtió en el capitalista más poderoso de la nación. Política, porque en su forma de Estado, el chavismo secuestró a todos los poderes públicos. Y militar, porque Chávez mediante prebendas y presiones, logró convertir a las fuerzas armadas en una instancia pretoriana ligada a su persona y no a la Constitución. Y bien, todo ese orden, como si fuera un sistema solar, giraba en torno a un sol. El sol era Chávez.
Después de la muerte de Chávez, para proseguir con el símil, los diversos planetas continuaron existiendo, pero sin eje de rotación.
Esa es la razón por la cual Maduro al no ser un líder social tiene serios problemas para ejercer como autócrata político, o si se quiere, es un autócrata sin fuerza social. De ahí su descontrol, su desesperación, su aparente locura.
Ya en las elecciones del 14.04 quedó demostrado que el capital político acumulado por Chávez al ser monopólico no era traspasable.
Después de pocos días de gobierno, Maduro no se encuentra ni se encontrará en condiciones de recuperar el poder social perdido. Como autócrata nunca será un mediador entre movimiento social y Estado como fue Chávez. Por consiguiente, no es errado suponer que el carácter represivo del chavismo crecerá en la misma proporción en que decrece su carácter movimientista. De este modo -es lo que captó la fina intuición de Vargas Llosa- el destino de Maduro está sellado. No pasará a la historia ni como revolucionario ni como líder. Todo lo contrario, a Maduro le está reservado el rol de sepulturero del chavismo. Si será, además, el primer dictador post-chavista, nadie lo puede saber, ni siquiera el mismo.
No obstante, y a pesar de todo, una buena noticia ha llegado a Venezuela. La muerte del chavismo no arrastrará consigo a la nación, ni tampoco surgirá un estado de descomposición social y política (lo que los expertos llaman “anomia”) Pues, paralelamente al descenso del chavismo, asciende en Venezuela una alternativa que trasciende a la oposición y a su propio líder, Capriles. Me refiero a la emergencia de una rebelión política, constitucionalista, pacífica, social y nacional a la vez.
La rebelión democrática de Venezuela comenzó a tomar forma durante el proceso electoral que culminó con la precaria y dudosa victoria de Maduro. Porque justo en los momentos que siguieron a los masivos funerales, cuando nadie daba un centavo por la oposición, cuando todas las encuestas daban por ganador absoluto al “hijo de su padre”, Capriles, en uno de esos momentos épicos de sintonía y conexión que milagrean a través de la historia, se convirtió no sólo en candidato sino en impulsor de un tsunami democrático y popular.
Junto con el muy cuestionado triunfo del candidato chavista, ha nacido un movimiento social en su magnitud muy similar al que llevó a Chávez al poder. Ese movimiento, electoral en sus orígenes, ha pasado a transformarse después de la negativa del CNE a destapar el fraude y de las agresiones cometidas por el gobierno en contra de opositores, en una ola de indignación que recorre a la nación entera. Todos los signos lo indican: ha nacido en Venezuela una rebelión democrática.
Sin embargo, a diferencia de las grandes rebeliones históricas que ponen en juego el orden institucional de una nación, la que ha nacido en Venezuela plantea la defensa de las instituciones públicas avasalladas desde el Estado. Es por eso que el que dirige Capriles es un movimiento, antes que nada, constitucionalista.
La disidencia y la oposición venezolana no exige, como el chavismo, un nuevo orden mundial. Exige sí que se respete el orden político nacional. Ese es el motivo por el cual la MUD y Capriles, a despecho de unos pocos exaltados, han exigido a los suyos el más irrestricto respeto a las vías constitucionales y legales.
¿Cuál es el sentido de que Capriles recurra al CNE y después al Tribunal Superior de Justicia si todo el mundo sabe que ambas son instituciones controladas por el chavismo? Esa, esa es precisamente la razón. Al exigir Capriles al CNE que realice auditorías correctas, la oposición no desconoce, por el contrario, reconoce a la institución. El CNE en cambio, al seguir orden de gobierno y negar las auditorías, se desconoce a sí mismo como instancia constitucional. Lo mismo puede ocurrir al TSJ a cuyos magistrados Capriles les tiende la mano, brindándoles incluso la oportunidad para que de una vez por todas se reivindiquen frente a la nación. Los jueces podrán aceptar esa mano o no. Pero si no lo hacen, Capriles tendrá a su lado no sólo la legitimidad, sino, además, la legalidad. Y a una rebelión mayoritaria, legítima y legal a la vez, nunca la ha parado nadie.
Precisamente el carácter constitucionalista de la rebelión democrática indica por qué Capriles y la MUD han renunciado enfáticamente al ejercicio de la violencia.
Ellos saben que en un clima de violencia, un gobierno como el de Maduro, apoyado en la legitimidad de las armas pero no en las armas de la legitimidad, sólo puede obtener ventajas. Quizás eso explica la incontenible violencia verbal y fáctica que caracteriza a Maduro y a Cabello. Por lo demás, todo el país lo sabe: no es la oposición la que anda golpeando en las puertas de los cuarteles, sino el mismo gobierno.
La rebelión democrática venezolana, al haber elegido la vía de la no violencia, no es un caso aislado. Por el contrario, se inscribe en una tradición de rebeliones triunfantes realizadas por medios pacíficos desde fines del siglo XX hasta nuestros días.
Las rebeliones que pusieron fin al comunismo soviético en la URSS y Europa del Este, con la excepción de Rumania, tuvieron todas un carácter pacífico. Las rebeliones antidictatoriales que tuvieron lugar en Argentina, en Chile y en el Uruguay, fueron, como hoy ocurre con la venezolana, pacíficas y constitucionalistas. Incluso las dos rebeliones más exitosas de la “primavera árabe”, la tunecina y la egipcia, fueron gestadas en el marco de una oposición predominantemente pacífica. Gadafi en Libia convirtió, en cambio, la rebelión pacífica en guerra civil; y la perdió. Assad hizo lo mismo en Siria y también, tarde o temprano, la perderá.
La violencia es el recurso de los que no tienen o han perdido el poder político. Quien tiene el poder escribió Hannah Arendt, no precisa de la violencia. El poder político a la vez, contiene otros tres poderes. El de la mayoría, el de la legitimidad y el de la legalidad. Esos tres poderes ya se encuentran en las manos de la oposición venezolana. Chávez, preciso es decirlo, no dejó ningún testamento.
Adelaida, la hija del Che, no sé si tiene otro mérito, declaró que el venezolano es un pueblo ignorante, aún no preparado cultural y políticamente para asumir el inmenso legado de Chávez. Al leer tamaño disparate no pude sino recordar al gran Bertold Brecht.
Cuando la dictadura comunista de la RDA, después de los luctuosos sucesos que dejó detrás de sí la rebelión popular del 17 de junio de 1953, distribuyó volantes en los que se decía que el gobierno había perdido la confianza en el pueblo, Brecht entonces escribió “¿no sería en ese caso más conveniente que el gobierno disolviera al pueblo y eligiera a otro?”
Raúl, Nicolás y Diosdado van a tener también que buscarse otro pueblo. El venezolano les salió muy bravo, demasiado arrecho.