Una revolucion encima de los humildes
Escrito el 6 de mayo 2013 por Henry Constantin
Este viaje no lo ubico en ningún lugar de Cuba porque pudo haber ocurrido en cualquiera de los mil campos de este país, con cualquiera de los cientos de miles de campesinos cubanos.
He tenido los compañeros de viaje más distintos de este mundo. Viajé sobre pinos frescos con obreros de los aserríos en Pico Cristal, entre colmenas y humo y recolectores de miel de abeja, en una montaña de hielo con pescadores de la misma bahía de Cochinos, rodeado por resignados reclutas del servicio militar o eufóricos músicos de una orquesta; con un presidente del ICRT que no precisó qué tipo de periodista era cuando le dije y se puso a preguntarme por sus conocidos de Camagüey; metido entre decenas de fieles pentecostales o de misioneros católicos; en carros oficiales -cuando creían que podían sacar de mí otro periodista oficial- o en patrullas de gente sin ley y mirar torvo -cuando se convencieron de lo contrario-, apretujado con cubanos y cubanas de todas las provincias y olores…
Pero hace unos días tuve una compañera de viaje inusual.
Viajé con una vaca. Una vaca muy triste y enferma, tirada en el suelo, sin mugidos, como adivinando que su viaje terminaba en el matadero. “Se atoró en el fango de una laguna, pasó la noche ahí, y cuando la vimos y logramos sacarla, no se paró más”, me contó el dueño, desconocido pero conversador, a mi lado en el camión.
¿Y por qué la llevan al matadero si les queda a más de veinte kilómetros? “Nos buscamos un problema, mijo. No nos dan el certificado de defunción del animal. Y sin ese papel hay que seguir entregando leche como si estuviera viva.”
Entonces, el entrevistador empezó a revolvérseme: ¿Y cuánto les pagan en el matadero por la vaca? “Por esta, que tiene sus 700 libras, serán como 90 pesos en total.”
90 pesos cubanos son menos de 4 USD. Casi lo mismo que se gastó ese campesino en el alquiler del transporte hasta el matadero.
¿Pero le darán algo de la carne? “No, nada, mijo. Y después tengo que sacar más papeles del veterinario, y ponerle sellos, y pagar más. Yo soy el dueño de la vaca, pero tengo que darle cuentas al estado de todo lo que hago con ella, hasta después de muerta.” Y se sonrió del absurdo, mientras yo terminaba de indignarme con tanto abuso. Pero lo más duro no es la vaca propia que las leyes le obligan a regalar a los funcionarios del estado, después de haberla criado por unos cuantos años, sin ayuda de ninguna empresa estatal; lo más grave no es ni siquiera que posiblemente los hijos de ese campesino tengan que almorzar cualquier menudencia y la madre esté baja de hemoglobina, mientras los afortunados funcionarios comen la misma carne pero ahorrándose el sol y las madrugadas, y otros reúnen y exhortan y regañan a los campesinos para que sigan trabajando, y otros vigilan para que todo siga peor. Lo más duro, lo demoledor, fue el final de la conversación.
¿Y usted no protesta por todo eso?
Ay, mijo, ¿para qué?
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Una revolucion encima de los humildes
Posted on 6 mayo 2013 by Henry Constantin