¡Adiós para siempre Juraguá!
Foto: Agencia Reuters
En nuestra pequeña salita, nos contó aquella madrugada sobre el tiempo que había pasado en la URSS. Llevaba apenas unas horas en la Habana, después que un avión de Aeroflot lo había regresado de su larga estancia por la tierra de Gorbachov. Venía con su título universitario de letras góticas, graduado de una ingeniería que mi
mente infantil no podía entender. Fue la primera vez que escuché hablar de la central nuclear de Juraguá, que se construía en Cienfuegos desde 1983. La voz del recién llegado describía al enorme reactor VVER 440 enclavado en el centro de Cuba como si fuera un dragón vivo que lanzaría sus bocanadas de aliento sobre nosotros. Allí irían a trabajar, como científicos del átomo, cientos de jóvenes formados en centros de estudio a más de 9 mil kilómetros de distancia de sus hogares. Millones y millones de rublos llegados desde el Kremlin ayudaban a levantar la que sería la obra cumbre de nuestro “socialismo tropical”, el pilar fundamental de nuestra autonomía energética.
Después supe que aquel joven entusiasta nunca llegó a ejercer como ingeniero nuclear. La Unión Soviética se desmembró justo cuando la primera de las dos unidades que se planeaban construir estaba terminada en un 97 % de su estructura. La hierba cubrió una buena parte del lugar y a la intemperie quedaron trozos del núcleo, los generadores de vapor, las bombas de enfriamiento y hasta las válvulas de aislamiento. Juraguá se convirtió en una ruina nueva, en un monumento a los delirios de grandeza que nos había legado el imperialismo soviético.
Con las sienes encanecidas y mientras corta metales en su nueva profesión de tornero, el otrora experto me dice ahora: “Fue una suerte que no se echara a andar”. Según calculó junto a otros colegas, las posibilidades de un accidente nuclear en Juraguá eran de un 15 % más que en cualquier otra planta nuclear del mundo. “Hubiéramos terminado con la Isla partida a la mitad” me dice sin dramatismo. Yo delineo en mi mente un trozo de nación por aquí y otro por allá, mientras un hoyo humeante se empecina en cambiarnos la geografía nacional.
Ahora que la planta de Fukushima lanza sus residuos y con ellos expande también el miedo, no puedo dejar de alegrarme de que en Cienfuegos ese reactor no haya despertado, que bajo ese sarcófago de concreto la reacción nuclear no haya comenzado a efectuarse. Presiento que de haber sucedido, todos nuestros problemas actuales nos parecerían pequeños, menudas insignificancias ante el avance pavoroso de la radioactividad.
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