Mons. Ovidio Pérez Morales
La Iglesia Ahora.Año 5, Nº 201,Semana del 14 al 20 de Junio de 2009.
¿No se defendió EICHMAN, tristemente célebre por su actuación en los campos de exterminio durante la Segunda guerra Mundial, con el argumento : Yo no hice sino obedecer el Derecho de mí país.
Esta pregunta solía plantearla el sabio y bondadoso P. Luis M. Olaso, jesuita, en sus lecciones de introducción al Derecho en las Universidades Católica Andrés Bello y Central de Venezuela. Semejante a otra pregunta que podemos hacernos a propósito de leyes : ¿Fueron condenados acaso en el tribunal de Núremberg los prohombres del nazismo, simplemente por ser los perdedores de la guerra y no por haber cometido los crímenes que les llevaron al banquillo de los acusados?
Estas interrogantes conviene hacerlas hoy, en nuestra querida Venezuela, cuando hay gente que levanta las banderas de la legalidad, para justificar, tanto la violación de elementales principios de convivencia, como también prácticas que hacen nugatorias exigencias patentes en materia de derechos humanos.
Con leyes en la mano se están cometiendo arbitrariedades. Y se puede (utilizando este verbo en sentido fáctico y no ético) aprobar normas legales, para con ellas abrir paso a injusticias. Leyes positivas (este calificativo se usa aquí en su sentido técnico, formal) han “legitimado” flagrantes atropellos en diferentes tiempos de la Historia. Ejemplos simples y deshumanizadores : la abierta aplicación de la tortura, la esclavitud, el apartheid, múltiples exclusiones.
Es preciso estar atentos frente a la utilización de la ley como máscara, como herramienta para el disimulo o la puesta en vigencia de medidas contrarias a la dignidad de la persona y a sus derechos básicos. La ley se convierte no pocas veces en burla a la democracia y al genuino estado de derecho.
Es preciso una y otra vez recordar la distinción de tres planos o niveles: el sociológico, el jurídico y el ético. El primero corresponde a lo que se da de hecho en un conglomerado social, y de su estudio se encargan las ciencias sociales; el segundo, que responde a las preguntas de lo lícito-ilícito, legal-ilegal, constituye el campo propio de las ciencias jurídicas; finalmente, el ético responde a lo justo-injusto, en su significación más honda, y coloca frente al bien-mal como alternativa puesta al ejercicio de la libertad responsable (ante la propia conciencia, ante el prójimo, ante Dios).
Esto significa, entre otras cosas, que las leyes deben tener en cuenta, no sólo su aspecto formal (su aprobación, por el organismo competente y su coherencia interna con la normativa legal existente), sino también su sentido funcional y servicial respecto de la persona y de la comunidad de personas, del bien común, de los derechos humanos, del real progreso societario.
La ley no puede convertirse entonces en traje a la medida, para “justificar”, por ejemplo, la hegemonía comunicacional de un régimen, la centralización totalitaria del poder en una sociedad, el monopolio de la cultura de un pueblo, el control ideológico de los ciudadanos.
Si no se tiene cuidado, la ley se convierte, entonces, en facilitadora de abusos y fábrica de monstruosidades.
Por eso tiene que legislarse con verdad y sabiduría, con sentido de lo justo y de lo bueno, aprovechando los mejores canales de participación ciudadana, con los oidos bien abiertos a lo que razonablemente se reclame en perspectiva ética. Sólo procediéndose así, vale la sentencia de Cicerón: “Seamos esclavos de la ley para que podamos ser libres” (De legibus, I).
Legislar es relativamente fácil. Hacerlo como se debe (el verbo aquí se utiliza valorativamente) resulta bastante exigente.